No es nuevo el debate acerca del impacto de los medios de comunicación en la vida de las personas. Desde que estos imponentes aparatos tecnológicos aparecieron, suscitaron pensamientos encontrados. Se habló de su omnipotencia y de un determinismo lineal y directo sobre su influencia en las mentes de la audiencia, por ejemplo en los primeros estudios de la escuela de investigación norteamericana conocida como Mass Communication Research. Se relativizó esta tesis, argumentando que existían niveles intermedios, criterios de selectividad en la audiencia, predisposiciones a ciertos contenidos o el importante rol que cumplián los grupos primarios (amigos, familia) y los líderes de opinión; todo esto matizando las tesis del modelo hipodérmico y el concepto de "masas" que había sido impregnada de homogeneidad. Algunos salieron al rescate de las posibilidades que habilitaban en la producción y circulación discursiva, se enfocaron en ellas más que en las conjeturas apocalípticas, o en el reproche a estos medios por la pérdida del "aura" de los productos culturales en la era de su reproductibilidad técnica.
Los folletines, los diarios, en 1920 la radio, más tarde la televisión, aún más cerca internet. Dispositivos que abren y restringen las posibilidades de producción de sentido social, que instauran prácticas sociales, formas de consumo, relaciones espacio-temporales, miradas sobre lo "real".
Poderosos y fascinantes, no puede negárseles la importancia que tiene su peso en nuestras sociedades, sobre todo cuando la actualidad, la experiencia colectiva depende de sus construcciones.
Yo no les asigno ningún rol maléfico, tampoco dejo de sostener una posición crítica sobre los desbordes de sus usos, que caen en abusos. Son sorprendentes como herramienta, y dicen por ahí que ninguna herramienta es mala por sí misma, depende la manera social en que sea utilizada. Yo creo que con la televisión pasa lo mismo. Es un soporte, un punto que posibilita el pasaje de sentido, la circulación de los discursos y en su pantalla podemos dar cuenta de los diferentes modos en que cada época estructura su producción discursiva.
Y entrando de lleno al tema que hoy nos compete en este espacio bloguero, adopto una posición crítica respecto de las lógicas del mercado televisivo que buscan impregnar con el carácter de mercancía todo lo que sea posible, ampliando su campo de desempeño y hegemonía comercial. Que los niños se hayan convertido en mercancía no es nuevo y tampoco esto sucede sólo en el ámbito de la televisión. El trabajo infantil o la trata de personas, son algunos ejemplos. Y no es que frunza el ceño y me oponga a que los chicos participen del mundo televisivo, sino que me inquieta profundamente y me produce desagrado cómo algunos empresarios de la comunicación mercantilizan a los chicos, insertándolos en un esquema que no es el adecuado para la niñez.
Y aquí tenemos a Marcelo Tinelli, que puede ofrecernos un momento de distensión y de risa; pero que cae, irremediablemente, en la vulgaridad y la repetición. No voy a culparlo de falta de ideas y del reciclaje de géneros, porque justamente los géneros se convocan constantemente, se renuevan y son previsibles. Pero lo que no admito es ver que a un par de estúpidos (incluídos los padres que llevan a sus hijos a esos programas) les cause gracia que los chicos jueguen a ser grandes. Pero no de cualquier manera: a todos nos puede causar ternura cómo un niño fantasea con ser grande y nos cuenta que le gustaría ser maestro, bombero, astronauta, actriz, ser mamá. En este caso es diferente. Los chicos parecen causar gracia, simpatía y asombro por ser lo que los propios adultos colaboran a que sean: en el abandono total de lo que significa ser niños, se convierten (los convierten) en copias de los peores adultos. La constante alusión a la sensualidad, al erotismo, a la "viveza" de los chicos para constestar a una pregunta del conductor con alguna grosería o tema subido de tono que aprendió del papá o de la tv, o de los compañeritos que a su vez lo escucharon de otro lugar. Les causa gracia como un nene de siete se pone a "encarar" a una bailarina ligera de ropa y elogia su exhuberancia (la cola y los pechos, se entiende), como realizan el perreo tan fielmente como los anteriores adultos bailarines que pasaron por el caño, cómo las nenas están casi irreconocibles con todo ese make-up y trajecitos de mini diva. Y la pregunta acerca del novio y la novia nunca faltan, no porque en sí sea condenable y haya que reprimir a los chicos, sino porque resulta intrascendental y profundamente tendencioso en ese contexto donde se busca construír un niño devenido en adulto degradado.
Cómo si esto no fuera poco, las expectativas que ponen los chicos en su desempeño es alto. Hay cosas que no comprenden, sufren. Los llantos en vivo así lo demuestran. Que Wanda Nara llore porque se cayó en el patinando no me interesa, ella sabrá lo que hace; pero que un nene o una nena se aflijan por las notas de un jurado de irresponsables o por la determinación del público me parece reprobable. Y por supuesto que Show Match no es el primero ni será el último programa en donde los chicos pasan por una especie de casting público para conquistar un "sueño", pero la manipulación que se hace de los chicos durante el proceso me parece, como mínimo, desagradable y contraproducente.
Por este motivo, estoy totalmente de acuerdo con esta producción de CQC que quiero compartir con ustedes.
¿A qué están jugando los grandes cuando hacen que los chicos jueguen a estas cosas?
La riqueza del mundo que tenemos que mostrarles a los niños me parece que pasa por otro lado. Nuestra responsabilidad de orientarlos y cuidarlos para que construyan sus caminos me parece ineludible.
Los folletines, los diarios, en 1920 la radio, más tarde la televisión, aún más cerca internet. Dispositivos que abren y restringen las posibilidades de producción de sentido social, que instauran prácticas sociales, formas de consumo, relaciones espacio-temporales, miradas sobre lo "real".
Poderosos y fascinantes, no puede negárseles la importancia que tiene su peso en nuestras sociedades, sobre todo cuando la actualidad, la experiencia colectiva depende de sus construcciones.
Yo no les asigno ningún rol maléfico, tampoco dejo de sostener una posición crítica sobre los desbordes de sus usos, que caen en abusos. Son sorprendentes como herramienta, y dicen por ahí que ninguna herramienta es mala por sí misma, depende la manera social en que sea utilizada. Yo creo que con la televisión pasa lo mismo. Es un soporte, un punto que posibilita el pasaje de sentido, la circulación de los discursos y en su pantalla podemos dar cuenta de los diferentes modos en que cada época estructura su producción discursiva.
Y entrando de lleno al tema que hoy nos compete en este espacio bloguero, adopto una posición crítica respecto de las lógicas del mercado televisivo que buscan impregnar con el carácter de mercancía todo lo que sea posible, ampliando su campo de desempeño y hegemonía comercial. Que los niños se hayan convertido en mercancía no es nuevo y tampoco esto sucede sólo en el ámbito de la televisión. El trabajo infantil o la trata de personas, son algunos ejemplos. Y no es que frunza el ceño y me oponga a que los chicos participen del mundo televisivo, sino que me inquieta profundamente y me produce desagrado cómo algunos empresarios de la comunicación mercantilizan a los chicos, insertándolos en un esquema que no es el adecuado para la niñez.
Y aquí tenemos a Marcelo Tinelli, que puede ofrecernos un momento de distensión y de risa; pero que cae, irremediablemente, en la vulgaridad y la repetición. No voy a culparlo de falta de ideas y del reciclaje de géneros, porque justamente los géneros se convocan constantemente, se renuevan y son previsibles. Pero lo que no admito es ver que a un par de estúpidos (incluídos los padres que llevan a sus hijos a esos programas) les cause gracia que los chicos jueguen a ser grandes. Pero no de cualquier manera: a todos nos puede causar ternura cómo un niño fantasea con ser grande y nos cuenta que le gustaría ser maestro, bombero, astronauta, actriz, ser mamá. En este caso es diferente. Los chicos parecen causar gracia, simpatía y asombro por ser lo que los propios adultos colaboran a que sean: en el abandono total de lo que significa ser niños, se convierten (los convierten) en copias de los peores adultos. La constante alusión a la sensualidad, al erotismo, a la "viveza" de los chicos para constestar a una pregunta del conductor con alguna grosería o tema subido de tono que aprendió del papá o de la tv, o de los compañeritos que a su vez lo escucharon de otro lugar. Les causa gracia como un nene de siete se pone a "encarar" a una bailarina ligera de ropa y elogia su exhuberancia (la cola y los pechos, se entiende), como realizan el perreo tan fielmente como los anteriores adultos bailarines que pasaron por el caño, cómo las nenas están casi irreconocibles con todo ese make-up y trajecitos de mini diva. Y la pregunta acerca del novio y la novia nunca faltan, no porque en sí sea condenable y haya que reprimir a los chicos, sino porque resulta intrascendental y profundamente tendencioso en ese contexto donde se busca construír un niño devenido en adulto degradado.
Cómo si esto no fuera poco, las expectativas que ponen los chicos en su desempeño es alto. Hay cosas que no comprenden, sufren. Los llantos en vivo así lo demuestran. Que Wanda Nara llore porque se cayó en el patinando no me interesa, ella sabrá lo que hace; pero que un nene o una nena se aflijan por las notas de un jurado de irresponsables o por la determinación del público me parece reprobable. Y por supuesto que Show Match no es el primero ni será el último programa en donde los chicos pasan por una especie de casting público para conquistar un "sueño", pero la manipulación que se hace de los chicos durante el proceso me parece, como mínimo, desagradable y contraproducente.
Por este motivo, estoy totalmente de acuerdo con esta producción de CQC que quiero compartir con ustedes.
¿A qué están jugando los grandes cuando hacen que los chicos jueguen a estas cosas?
La riqueza del mundo que tenemos que mostrarles a los niños me parece que pasa por otro lado. Nuestra responsabilidad de orientarlos y cuidarlos para que construyan sus caminos me parece ineludible.