El viernes 9 de octubre se inscribió en mi memoria y en las estructuras del sentir como un momento inolvidable.
Ese día, esperado con ansias durante meses, confluyó en una plaza repleta de almas vibrantes; las mismas que saben llenar de mística el aire con sus cantos, sus colores y andares. Porque de eso se trató, de revivir o de inaugurar en cada uno de nosotros una pasión olvidada.
A fuerza de desconocimiento, de desconfiaza, de desinterés. O a fuerza de destierro, de terror y de prohibiciones. Las consignas de justicia social se habían desvanecido en los cuerpos maltratados del pueblo, que recibieron la noticia del "fin de la historia, los ideales y la utopía".
Ese sentido común neoliberal fue socavando la participación ciudadana, con la edulcorada promesa jamás cumplida de la felicidad a través de un mercado eficiente. El mismo sentido común que nos indujo a temerle a multicolores banderas, a consignas libertarias o a principios de otros grupos, haciéndonos confluír en la unidad de la celeste y blanca para camuflar sus intereses particulares en esos colores del cielo del que nos sentimos parte. La "Patria" era capitalista en su fase neoliberal y no había giro de la historia que pudiera destruír este científico silogismo.
Así pasaron de moda los cantos de la política, con la política misma presa de las garras de poderes emergentes y concentrados que sustituyeron el poder transformador a favor de las mayorías para convertir a la política en un producto de mercado que se contruye y vende desde los escenarios de los medios de comunicación.
Las nuevas generaciones, en su mayoría, fueron paridas desde la apoliticidad y el desencanto. Los vaivenes de nuestro país, desprotegido de una conciencia ciudadana firme y participativa, parieron a su vez a marginados, sujetos sujetados y niños sin futuro. El espacio público era de puro tránsito; la escuela y la universidad, un camino de pasaje; la televisión, la "ventana al mundo reflejando nuestra decadencia". La política ya no se hacía en las calles, las escuelas no nos enseñaron a formar nuestras propias opiniones. Y el desánimo era mayor que la utopía y la queja era más feroz que la iniciativa decidida a cambiar las cosas.
El desprestigio por la historia nos llevó a aceptar el injusto estado de cosas. El nombre de estas cosas decreta su existencia y muchas de ellas permanecieron incuestionables por el sólo hecho de creerlo así.
Pero como en toda época, algunos sucesos vienen a trastocar la pretendida realidad fija de lo existente. Es en esos procesos donde el despertar de ciertas conciencias se hace posible a la luz de las verdaderas contradicciones de los procesos sociales.
Porque... ¿qué es la política y la democracia sino esa lucha de intereses y contradicciones?.
Pero procuraron hacernos creer en el concenso, nos negaron la verdad, nos secuestraron la palabra. Para muchos era legítimo pensar que bastaba con las voces de siempre para entender qué pasa en el mundo y cuál es su dinámica. Esa verdad subyacente a toda construcción arbitraria de realidades impuestas desde los sectores de poder, los que se volvieron dueños de la palabra y censuradores de realidades preexistentes o simultáneas.
La política fue víctima de esta cárcel mediática, vocera del establishment, usina del pensamiento neoliberal sustentado por dogmáticos economistas y por comunicadores que naturalizaban el caos y cuya mayor expresión de humanidad era tan sólo la indignación.
Y creo no tener que aclarar que cuando hablo de esto me refiero a todos aquellos medios que se han convertido en la voz hegemónica de las comunicaciones. Porque tenemos la mala costumbre de crear actores como "campo", "medios", "oposición" sin precisar sus límites e incurriendo en indefiniciones.
La política entonces fue entonces la hija bastarda de los ideales justos que quedaron a medio camino. No se podía dar ni un peso por ella, porque se creía que era tan oscura que ese peso jamás iba a volver. Nos quisieron apolíticos, ahistóricos, acríticos. Nos prefirieron indignados. Porque la indignación es un perro que sólo ladra y busca culpables en todo, menos en donde la culpa tiene razón de ser. Un ciudadano indignado es la bella música altisonante, pero inofensiva, que le gusta escuchar al poder. Porque sin conciencia política, sensibilidad social y conocimiento de la historia para accionar sobre el presente, ningún ciudadano es "peligroso".
Pero la historia se mueve más allá de nosotros. Viene a derrumbar castillos de naipes con la voracidad de un tsunami gestándose en las sombras. El 2003 fue el padre de la gesta, y sus resultados en mi vida se vieron recién en el 2007.
Muchos jóvenes se han sentido tocados e interpelados por diferentes procesos políticos a través de la historia.
El kirchnerismo, con todos sus giros, virtudes, errores y contradicciones, vino a dar luz a una conciencia y a una pasión colectiva en mi vida. Por un lado, permitió que me defina y que vaya construyendo una identidad que todavía está en curso. Puso de relieve actores desconocidos y sucesos ignorados: piezas fundamentales para intentar saber dónde estaba parada. Sus propias torpezas, paradójicamente, sirvieron para descubrir a otros canallas que aparecieron en la escena pública y ayudaron a develar sus oscuros intereses. Fue este el proceso que me permitió romper con el cerco del tabú político y definirme como peronista, adscribiendo explícitamente a los principios de justicia social, soberanía política e independencia económica que planteó ese movimiento desde el 45 (y poder discernir que un hombre que dice ser peronista puede muy bien no serlo). Pero también, me llevó a inscribirme moral, espiritual y cognoscitivamente a otros movimientos políticos y sociales que bregaron y bregan por la justicia social. En fin, el proceso iniciado desde 2003, me abrió la puerta a un universo desconocido y necesario.
Con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual desplegué, por primera vez, mi artillería militante. Me involucré hasta los huesos con una construcción de trabajo colectivo sin precedentes. El valor simbólico y efectivo de esta ley me llevó, como a tantos otros, a luchar con las falacias pregonadas por pantallas y desde las voces callejeras que reproducían el clishé (zona muerta de pensamiento, como dijo Sandra Russo) de la exaltación apocalíptica.
Después de semanas empapadas de la alegría por el trabajo colectivo con un grupo de jóvenes y adultos extraordinarios, de mesas en plazas para informar sobre la ley, de debates larguísimos con gente desinformada y gente reaccionaria, del festejo por la media sanción en diputados, llega este 9 de octubre que se fijó como un verdadero momento bisagra en nuestras vidas.
La plaza del Congreso quedaba chica para el júbilo circundante. El escenario montado por la Coalisión para una Radiodifusión Democrática se convirtió en el lugar desde donde los verdaderos luchadores contraargumentaban la mentira sin argumentos de algunos senadores dentro del recinto.
No faltó el baile, el canto, el coro, el bombo, las manos doloridas de aplausos, el grito liberado, el llanto no contenido, el recuerdo de los que no están. No faltó el rememorar de los más grandes, de sus épocas de silencio impuesto por medio de la represión. No faltó la predominancia de una juventud que acaba de despertar. No faltó que se piante en mi viejo un lagrimón, ni la sorpresa del encuentro con caras inesperadas, ni la mística de los ojos de los integrantes de los pueblos originarios. No faltó nada, aunque sobró el ninguneo con planos cortos de muchos medios de información.
Amanecimos en el café de Plaza del Carmen: las agrupaciones, los ciudadanos independientes, las organizaciones sociales, los actores, los periodistas, los intelectuales. Vimos el sol con un canto en la garganta, abrazamos la coronación de una lucha que aún queda por andar, pero que nos ha permitido volver a creer.
La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es más que una ley ganada: es un legado a proteger, es el símbolo de la lucha efectivizada a fuerza de convicciones y pelea sin amedrentamiento. Es reivindicación de la diversidad cultural de los pueblos y firme posición contra el avasallamiento de las realidades impuestas.
Ese día, esperado con ansias durante meses, confluyó en una plaza repleta de almas vibrantes; las mismas que saben llenar de mística el aire con sus cantos, sus colores y andares. Porque de eso se trató, de revivir o de inaugurar en cada uno de nosotros una pasión olvidada.
A fuerza de desconocimiento, de desconfiaza, de desinterés. O a fuerza de destierro, de terror y de prohibiciones. Las consignas de justicia social se habían desvanecido en los cuerpos maltratados del pueblo, que recibieron la noticia del "fin de la historia, los ideales y la utopía".
Ese sentido común neoliberal fue socavando la participación ciudadana, con la edulcorada promesa jamás cumplida de la felicidad a través de un mercado eficiente. El mismo sentido común que nos indujo a temerle a multicolores banderas, a consignas libertarias o a principios de otros grupos, haciéndonos confluír en la unidad de la celeste y blanca para camuflar sus intereses particulares en esos colores del cielo del que nos sentimos parte. La "Patria" era capitalista en su fase neoliberal y no había giro de la historia que pudiera destruír este científico silogismo.
Así pasaron de moda los cantos de la política, con la política misma presa de las garras de poderes emergentes y concentrados que sustituyeron el poder transformador a favor de las mayorías para convertir a la política en un producto de mercado que se contruye y vende desde los escenarios de los medios de comunicación.
Las nuevas generaciones, en su mayoría, fueron paridas desde la apoliticidad y el desencanto. Los vaivenes de nuestro país, desprotegido de una conciencia ciudadana firme y participativa, parieron a su vez a marginados, sujetos sujetados y niños sin futuro. El espacio público era de puro tránsito; la escuela y la universidad, un camino de pasaje; la televisión, la "ventana al mundo reflejando nuestra decadencia". La política ya no se hacía en las calles, las escuelas no nos enseñaron a formar nuestras propias opiniones. Y el desánimo era mayor que la utopía y la queja era más feroz que la iniciativa decidida a cambiar las cosas.
El desprestigio por la historia nos llevó a aceptar el injusto estado de cosas. El nombre de estas cosas decreta su existencia y muchas de ellas permanecieron incuestionables por el sólo hecho de creerlo así.
Pero como en toda época, algunos sucesos vienen a trastocar la pretendida realidad fija de lo existente. Es en esos procesos donde el despertar de ciertas conciencias se hace posible a la luz de las verdaderas contradicciones de los procesos sociales.
Porque... ¿qué es la política y la democracia sino esa lucha de intereses y contradicciones?.
Pero procuraron hacernos creer en el concenso, nos negaron la verdad, nos secuestraron la palabra. Para muchos era legítimo pensar que bastaba con las voces de siempre para entender qué pasa en el mundo y cuál es su dinámica. Esa verdad subyacente a toda construcción arbitraria de realidades impuestas desde los sectores de poder, los que se volvieron dueños de la palabra y censuradores de realidades preexistentes o simultáneas.
La política fue víctima de esta cárcel mediática, vocera del establishment, usina del pensamiento neoliberal sustentado por dogmáticos economistas y por comunicadores que naturalizaban el caos y cuya mayor expresión de humanidad era tan sólo la indignación.
Y creo no tener que aclarar que cuando hablo de esto me refiero a todos aquellos medios que se han convertido en la voz hegemónica de las comunicaciones. Porque tenemos la mala costumbre de crear actores como "campo", "medios", "oposición" sin precisar sus límites e incurriendo en indefiniciones.
La política entonces fue entonces la hija bastarda de los ideales justos que quedaron a medio camino. No se podía dar ni un peso por ella, porque se creía que era tan oscura que ese peso jamás iba a volver. Nos quisieron apolíticos, ahistóricos, acríticos. Nos prefirieron indignados. Porque la indignación es un perro que sólo ladra y busca culpables en todo, menos en donde la culpa tiene razón de ser. Un ciudadano indignado es la bella música altisonante, pero inofensiva, que le gusta escuchar al poder. Porque sin conciencia política, sensibilidad social y conocimiento de la historia para accionar sobre el presente, ningún ciudadano es "peligroso".
Pero la historia se mueve más allá de nosotros. Viene a derrumbar castillos de naipes con la voracidad de un tsunami gestándose en las sombras. El 2003 fue el padre de la gesta, y sus resultados en mi vida se vieron recién en el 2007.
Muchos jóvenes se han sentido tocados e interpelados por diferentes procesos políticos a través de la historia.
El kirchnerismo, con todos sus giros, virtudes, errores y contradicciones, vino a dar luz a una conciencia y a una pasión colectiva en mi vida. Por un lado, permitió que me defina y que vaya construyendo una identidad que todavía está en curso. Puso de relieve actores desconocidos y sucesos ignorados: piezas fundamentales para intentar saber dónde estaba parada. Sus propias torpezas, paradójicamente, sirvieron para descubrir a otros canallas que aparecieron en la escena pública y ayudaron a develar sus oscuros intereses. Fue este el proceso que me permitió romper con el cerco del tabú político y definirme como peronista, adscribiendo explícitamente a los principios de justicia social, soberanía política e independencia económica que planteó ese movimiento desde el 45 (y poder discernir que un hombre que dice ser peronista puede muy bien no serlo). Pero también, me llevó a inscribirme moral, espiritual y cognoscitivamente a otros movimientos políticos y sociales que bregaron y bregan por la justicia social. En fin, el proceso iniciado desde 2003, me abrió la puerta a un universo desconocido y necesario.
Con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual desplegué, por primera vez, mi artillería militante. Me involucré hasta los huesos con una construcción de trabajo colectivo sin precedentes. El valor simbólico y efectivo de esta ley me llevó, como a tantos otros, a luchar con las falacias pregonadas por pantallas y desde las voces callejeras que reproducían el clishé (zona muerta de pensamiento, como dijo Sandra Russo) de la exaltación apocalíptica.
Después de semanas empapadas de la alegría por el trabajo colectivo con un grupo de jóvenes y adultos extraordinarios, de mesas en plazas para informar sobre la ley, de debates larguísimos con gente desinformada y gente reaccionaria, del festejo por la media sanción en diputados, llega este 9 de octubre que se fijó como un verdadero momento bisagra en nuestras vidas.
La plaza del Congreso quedaba chica para el júbilo circundante. El escenario montado por la Coalisión para una Radiodifusión Democrática se convirtió en el lugar desde donde los verdaderos luchadores contraargumentaban la mentira sin argumentos de algunos senadores dentro del recinto.
No faltó el baile, el canto, el coro, el bombo, las manos doloridas de aplausos, el grito liberado, el llanto no contenido, el recuerdo de los que no están. No faltó el rememorar de los más grandes, de sus épocas de silencio impuesto por medio de la represión. No faltó la predominancia de una juventud que acaba de despertar. No faltó que se piante en mi viejo un lagrimón, ni la sorpresa del encuentro con caras inesperadas, ni la mística de los ojos de los integrantes de los pueblos originarios. No faltó nada, aunque sobró el ninguneo con planos cortos de muchos medios de información.
Amanecimos en el café de Plaza del Carmen: las agrupaciones, los ciudadanos independientes, las organizaciones sociales, los actores, los periodistas, los intelectuales. Vimos el sol con un canto en la garganta, abrazamos la coronación de una lucha que aún queda por andar, pero que nos ha permitido volver a creer.
La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es más que una ley ganada: es un legado a proteger, es el símbolo de la lucha efectivizada a fuerza de convicciones y pelea sin amedrentamiento. Es reivindicación de la diversidad cultural de los pueblos y firme posición contra el avasallamiento de las realidades impuestas.