domingo, 19 de julio de 2009

Viajes al interior.

Yo era una persona "normal". Nací en una de las épocas más "normales", consumiendo contenidos de televisión "normales", con políticos "normales" que se paseaban por los canales de televisión causando humoradas. Aprobé brillantemente todas mis materias del secundario.
Yo vivía en mi país de sueños. La infancia me abrazó con sus serpentinas de colores, me sensibilizó en un mundo falto de sensibilidad. Desde pequeña había percibido claramente la diferencia entre el sabor de la angustia del que no tiene de aquel que se asocia con la felicidad del que puede compartir. Desde inocente que me conmovía la mirada triste de un perro abandonado, la abundancia de la tierra abierta para proveernos de sus maravillas, el respeto a los pueblos originarios dueños de estos territorios, el dolor de las ásperas manos de la pobreza.
Yo vivía cómoda en ese cofre ajustado donde el aire nacarado de sueños me bastaba para respirar. Sin embargo, algo me molestaba. Echar un vistazo por el mundo, pasear la mirada por sus alrededores me llevaba a comprender que las cosas no estaban funcionando bien. Manos vacías, estómagos hambrientos, ojos cansados, cuerpos escuálidos. ¿Cuánto de actualidad mantenían aquellos hechos aparentemente arcaicos de una historia que casi no interesa porque no estuvimos allí?¿Qué significaba ser niño y adolescente en la década de los noventa estando del lado de los que no pasaron hambre como consecuencia de la profundización de las políticas de desigualdad?¿Qué significaba que al grueso de los adolescentes no nos interese la política y fuera objeto de demonización?
Sin duda, un largo proceso me llevo a desandar este camino para poder responder estas preguntas. Nunca de modo exhaustivo y definitivo. Siempre esperando encontrar nuevas comprensiones y sentidos. Ingresar a la Facultad de Ciencias Sociales me ayudó a adoptar estas miradas, que no son más que una revolución de las miradas. Uno de los días más gloriosos de mi existencia fue pisar por primera vez esa casa de estudios a la que tanto le debo.
¿Cuánto pierde y cuánto gana el que renuncia a la comodidad del sentido común para lanzarse a la revolución en el plano material y en el plano de las ideas? Yo decidí hacer mi propia revolución. Una revolución de AMOR que consiste en primer lugar en intentar hacer visible lo que estaba allí, pero oculto. Es la paradoja de quien no quiere, no sabe o no se anima a mirar. Es que mirar la mugre duele y abandonar el prejuicio cuesta. Y lo más difícil de todo es enfrentar ese proceso del darse cuenta en medio del desamparo de la propia generación. Remar contra la corriente de la propia vida y sus relaciones es la primera y más básica revolución. Convencerse a uno mismo de que es hacer justicia incorporar al listado de sueños uno que tenga que ver con la justicia social.
Y este proceso de transformación, de ser una jóven "normal" a ser una persona que intenta comprometerse desde el lugar de lo discursivo que ha elegido para intentar cambiar la realidad, puede ser representado con la metáfora del viaje.
Viajar. Ése era mi único camino, el destino en sí mismo, sin importar en qué lugar fuera a caer parada. Porque los viajes son eso, elevarse a una dimensión donde el tiempo se transforma, y la vida se pone a distancia para verla en toda su crudeza y en todo su esplendor.
Viajar era mi manera de contarme a mí misma mi propia historia. Desgarrar aquellas telas sutiles que embellecían mis tormentos para poder apreciarlos sin velos de ningún tipo. No diré “poner en la balanza”. Justamente si me alejaba, también pretendía distanciarme de esa visión cientificista de las cosas: de medidas, de leyes de causa y efecto, de sustituciones por generalización. Viajaba para hacer particular mi existencia y no para rescatar lo común de todas las vidas mortales para sumarme a ese camino predecible de desgracia. Al fin y al cabo, la historia parece dejarnos las huellas que otros actores, más o menos similares, con matices, retomarán hasta el infinito. Pero tenemos mala memoria y la historia se burla de nosotros que la despreciamos con la visión reduccionista de un listado de fechas o identificamos con próceres sobre cuyas tumbas se extiende una gruesa película de polvo.
Viajaba para desalienarme del mundo. Para desatrincherarme, respirar nuevos aires desatándome el corsete que ceñía mi menuda vida.
Lejos de las miradas habituales, ser cautiva del extrañamiento de lo que es ajeno y ver tan lejana mi vida que empezara a volverse extraña. El lado oscuro del amor. El que nos deja en penumbras, tiene algo de útil. Hay soledades de lágrimas necesarias. No fue otro que el desamor el motivo de esa especie de melancolía que me llevó a mover el cuerpo para apartarme de la inercia de sus momentos. El amor no era más que un cuestionamiento a mí misma y a la relación con el más allá de mí. Pero qué osadía hablar del amor con tanta soltura. Como si un par de frases bobas de esas que nos surgen de madrugada, con alguna amargura atravezada, pudiera dar cuenta de algo tan insondable. Quizás si bajo la exigencia, si hago un recorte, pueda hablar de una clase de amor. La más desagradecida, cínica y cruel forma… la que nunca realiza el amor, la que lo tiene en espera. Dubitando hasta lo eterno. De una herida. De miles de heridas enraizadas en un solo corazón.
Para resignificar mi vida y elevar por sobre todas las cosas los sueños más importantes. Para ordenar mis prioridades y aceptar que en el camino las palmadas en la espalda suelen ser las excepciones. El mundo es tan normal que me obligó a amar las excepciones. A esperarlas como al último tren de la noche que atravieza de punta a punta esta ciudad desalmado y en sombras, para salvarme.
Por eso viajaba. Me bastaba un lago inmóvil, un par de flores creciendo a la vera. Un viejo puente desde el cual tirar piedritas al aire. Las vías de una estación olvidada. Un alto cerro que quisiera servirme de escalera a algún lugar. La sonrisa de un viejo cansado de la Puna. Las manos callosas de una trabajadora del algodón. La templanza de un maestro rural con las botas embarradas. Un cantero con flores en medio de una plaza repleta de chiquilines. Una vuelta para mí sola en carrusel, a las dos de la madrugada. Volver a ver un sapo o una mariposa, si es que aún existen. Justicia, lluvia de sonrisas, memoria, abrazos. Cosas simples.
Los viajes nos inundan la mirada de cosas simples. Y pensar que siempre estuvieron ahí. ¿Dónde estuvimos nosotros? ¿Qué hicimos durante todo este tiempo?
Quiero compartir este ejemplar video. Para que no perdamos el camino que los grandes corazones de la vida y de la historia construyeron como causas y como ideales en la lucha por la justicia y la mayor igualdad social.



1 comentario:

  1. Hola Luna! Está buenísimo tu comentario... y te aviso que siento más o menos parecido... aunque, para mí, el tema de participación social, es aún una materia pendiente. Podemos conversar sobre eso en otra oportunidad. Pero es como vos decís. Hay que mirar. Y eso cuesta. Y en cuanto querés mirar con otros, ésos -quizás sea un mecanismo de defensa- los hacen responsables a los mismos desposeídos de todo, de sus penurias, o porque no estudian, o porque no quieren trabajar, o porque son vagos... sin mencionar cuando abundan en calificativos como negro, mugriento, peronista, chupín, golpeador...
    Me pedías que te escriba, pero en tu perfil no está tu correo, por eso te escribo acá... dale... escribime vos. Te dejo mi mail debajo.
    Un abrazo!
    Mona
    mononaines@gmail.com

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