jueves, 13 de mayo de 2010

Fragmentos entre la luz y la bruma


Los románticos del siglo XIX adoraron la noche como metáfora que se contraponía a las luces del iluminismo que reducían al hombre según el eje de la pura razón. El sueño, la pesadilla, el instinto, la fantasía, la oscuridad, las pasiones, la imaginación formaban parte de los excluídos por el movimiento de la razón.
El romanticismo, como crítica a esa corriente que matematizaba el mundo, opuso un cristal diferente a través del cual poder ver el universo devolviéndole la magia y el misterio que la razón, en su pretensión de conocimiento, cuantificación y manipulación de todo lo que existe, le había quitado desencantando así a la naturaleza.
Novalis, un poeta alemán del romanticismo, escribió los Himnos a la Noche y expresó:

"Hay algún ser viviente, dotado de sentidos, que ante las manifestaciones maravillosas del espacio anchamente desplegado en torno suyo, no ame a la regocijante luz, con sus colores, sus rayos y sus ondas, y a su tierna omnipresencia: el día dispersador del despertar?[...] Pero yo me vuelvo hacia la Noche sagrada, la inefable, la misteriosa Noche. Solitario, desierto está el lugar del mundo, que yace lejos, lejos, en profunda sima sepultado. La más honda melancolía toca las cuerdas del corazón. ¡Caer quisiera en gotas de rocío y mezclarme a la ceniza!. En pálidas vestiduras surgen sueños de la infancia, anhelos de la juventud, lejanías del recuerdo, de toda una larga vida la inútil esperanza y los breves goces, como bruma crepuscular tras la puesta del sol.[...] ¡Ah! ¡Los ojos innumerables que la Noche abrío en nosotros nos parecen más celestiales que todas las brillantes estrellas! Ellos ven más allá todavía de esas pálidas legiones infinitas. Sin necesidad de la luz, su mirada atraviesa las profundidades de un alma amante, colmado de voluptuosidad indecible las supremas alturas del espacio"

En el siglo XVIII, Rousseau ya advertía algunas de las falencias de la corriente ilustrada. En su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres postulaba la distinción entre estado de naturaleza y sociedad civil impugnando aquellas afirmaciones pertenecientes a la "civilización" que condenaban de vida bárbara, salvaje, violenta y despiadada a aquellas formas pre modernas donde el ser humano se ampara en la ley natural y no se había dado una sociedad. Rousseau ubica como factores constituyentes de la desigualdad entre los hombres las distinciones que surgen entre ellos en la sociedad civil, la aparición de la propiedad privada, la fundación de leyes y el establecimiento de magistrados, el pasaje de poder legítimo a poder arbitrario. Así cree que la naturaleza del hombre en su origen no es otra que la de vivir en libertad y un rechazo profundo por el sufrimiento de los hombres. Mientras el hombre salvaje "vive en él mismo", el hombre civil "vive fuera de él, no puede vivir sino en la opinión de los demás" y "obtiene el sentimiento de su propia existencia del solo juicio de ellos".
En el discurso citado Rousseau afirma: "los políticos hacen sobre el amor a la libertad los mismos sofismas que los filósofos han hecho sobre el estado de naturaleza; por las cosas que ven juzgan cosas muy diferentes que no han visto y atribuyen a los hombres una tendencia natural a la servidumbre por la paciencia con la cual soportan la suya aquellos que tienen delante de sus ojos [...] Así como un corcel indómito eriza las crines, golpea la tierra con el pie y se debate impetuosamente ante la sola aproximación del freno, mientras que un caballo domado soporta pacientemente la vara y la espuela, así el hombre bárbaro no dobla la cabeza ante el yugo que el hombre civilizado lleva sin murmurar y prefiere la más tormentosa libertad a un avasallamiento tranquilo."

Esta última frase es muy similar a la que utilizara Mariano Moreno en nuestra Argentina cuando decía "prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila".

Quizá las reflexiones en esta noche sean impulsadas por este conjunto de pensamientos críticos acerca de las modalidades que se establecían como legítimas o preferibles en la visión del progreso que comenzaba a hegemonizar el mundo. Pero, sin duda, acarrean problemáticas propias de contornos indescifrables, de bruma y misterio; en suma, de noche. Esa misma a la cuál los románticos rendían tributo porque se trataba de aquella poderosa dimensión excluída por el racionalismo en la total negación de que ambas (por no decir infinitas) dimensiones habitan en nuestro ser: buscamos racionalizar el mundo, volverlo un objeto de estudio, sacarlo del contexto de lo vivo para insertarlo en un contexto de análisis para hacerlo aprehensible, acercar ese mundo de infinitas formas. Pero también somos oscuridad, bordes poco claros, indefiniciones, somos tragedia, llanto, pasión intensa que se desboca en la poesía, en el arte desplegado en la vida.
Estas reflexiones acerca de lo difícil que se hace compatibilizar mis tiempos interiores con el reloj mecánico que cuantifica el tiempo en la sociedad y fragmenta la vida que sentimos, sin embargo, como un todo. Esta permanente tensión entre los límites demarcables de las formas burocratizadas de la vida y del saber y el torrente inabarcable de la propia creatividad e imaginación, entre las luces y sombras que constituyen el fluído corporal que alimenta nuestra vida y el torrente que alimenta el mundo con el cual establecemos relaciones de distinto tipo.

Pensando en la metáfora de la noche inspirada por los románticos de aquél siglo, las reflexiones sobre el siglo XXI son vagas, imprecisas, tamizadas de mil sentimientos, tal como se presenta la noche y sus brumas. La vida misma se presenta con el tamiz de previsivilidad de las formas establecidas y misterio que corta la respiración. Basta prender la televisión para que ciertos discursos nos abrumen con sus desenvolvimientos coherentes a las lógicas y fines comerciales; pero para que, por otra parte, nos envuelva la bruma de aquellos indescifrables en la certeza de que los dicursos están en el lugar de algo que no está, que no se ve claro, que permanece oculto y cuya representación a través del discurso pretende mostrarse como el espejo transparente de aquel objeto o suceso inaccesible.
Pensando en la noche me encuentro reflexionando sobre mi propia vida. No puedo dejar de ponderar en ella la luz y la oscuridad que, a veces, oprimen el pecho en simultáneo, en el profundo sentimiento de que la vida es un entrelazamiento de pasiones, de razones, de melancolías de otros tiempos o de los ideales que no son. La noche en la tensión de ese desenvolvimiento del mundo externo que me exige ajustarme a sus coordenadas y la lucha con un interior que siente que la adecuación a veces significa doblegarse, mutilarse la creatividad y la pasión en pos de un sacrificio por una libertad que se coarta en el mismo momento en que uno sacrifica un tiempo de placer y libertad para sumergirse en el displacer del mundo contemporáneo con toda su efusiva incomprensión y avasallamiento.

Si la razón impone un órden, un método sistematizable para controlar la vida y alejarse de las pasiones, no me queda más que reivindicar a las hadas de la noche, con su circo de colores y su lluvia de burbujas que estallan como mis frágiles ilusiones. El rostro del amante, tan lejano e inexpresivo y el grito inconfesable de mis adentros por esa lejanía. El horror de la injusticia que se riega en suelo fértil de desprecios dando vida a las flores de la muerte, el odio y el desencanto. La impotencia de ceñirse a un plan, a un contorno, a un fragmento de tiempo espacio cuando el alma inquieta quisiera volar hacia otros lados. El apasionante debate de estos tiempos que me introduce en circunstancias donde me siento tan viva y, a la vez, tan frágil y descolocada. El ruín martirio de las comparaciones en un mundo compleja e infinitamente fragmentado. La imposibilidad de no sentir un sentimiento o de negarse a admitir estas otras dimensiones de lo real que constantemente nos atraviesan.

Impotencia en el mundo contemporáneo, la dislocación entre los tiempos del mundo y de la vida. La certeza de ser absolutamente dichoso y otros días la sensación de descender a los infiernos. En suma, la indescriptible e indecible vida tiene su cuerpo atravesado por las vetas del sueño, de la razón, del anhelo y de la pesadilla. Se agitan revoluciones, cotidianas, indescriptibles, palpables; asistimos a la crísis de los relatos que habían desplomado en su tiempo a relatos precedentes. El corazón galopa por territorios desconocidos y por sensaciones que se aggiornan de la melancolía o el vacío que sabemos que ya vivimos alguna vez.

Entre todo este rejunte de fragmentos de luz y de bruma, de órden y desorden, de lo bello y lo sublime, del placer y el displacer una nueva conciencia se forja, tal vez, al calor de las palabras.

Si nada de esto se entiende, esa es también la idea. A menos que nos entendamos al identificarnos con el propio desorden de una vida con límites imprecisos.

Y me despido con Novalis:
"Con fe y coraje vivo cada día y en fuego del éxtasis muero cada noche"

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