sábado, 28 de junio de 2014

La trilogía de Walsh: literatura, investigación periodística y compromiso político.


“Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas.”

Rodolfo Walsh


Esta nota es el resultado de la lectura de tres obras imprescindibles de este autor: Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y Caso Satanowsky. Lectura atenta y apasionada, por momentos angustiante. Una angustia que es producto de las preguntas que se formula el autor y que no encuentran respuesta en su tiempo, de la brutalidad y la indignidad con que se conducen quienes deberían bregar por las víctimas frente a la Justicia, en los sindicatos, en las dependencias policiales, en las instituciones políticas y en los medios de comunicación frente a la opinión pública. Estas investigaciones de Rodolfo Walsh mantienen la capacidad de interpelar a la nueva generación de lectores. En sus textos se enciende, renovada, la denuncia de hechos que atravesaron a nuestra historia y que son paradigmáticos para intentar comprenderla.

Su obra y su persona reclaman miradas atentas, que sepan captar su complejidad por la diversidad de aristas desde las cuáles es posible abordarlas. Una de las interpretaciones posibles nos permite afirmar que estas obras son inescindibles de la historia y los avatares de su autor. El recorrido por los tres libros lleva el signo de las metamorfosis del propio Walsh en sus posicionamientos políticos: desde una juventud en el nacionalismo de derecha hasta su adhesión al peronismo revolucionario y la crítica demoledora a la oligarquía y a la “Revolución Fusiladora” de Aramburu y Rojas. Pero lo más importante es que estas obras mantienen intactos los rasgos fundamentales para rescatar su trabajo como un modelo periodístico y de compromiso histórico-social y se convierten en ejes de diferenciación con el periodismo dominante. Estos rasgos son: dar testimonio en momentos difíciles, transformar la impunidad en denuncia y, principalmente, contar la historia desde la perspectiva de la víctima.

Una actitud frente a los hechos y a la forma de encarar la tarea periodística que estuvo ausente en esa profesión durante tantas décadas, en las que nos acostumbramos a los “periodistas-vedettes”, cuyas anteojeras ideológicas, posiciones de privilegio o adhesión al sistema les impide denunciar culpables y hablar de los temas que incomodan al poder naturalizando así la injusticia. Para quienes vivimos la hegemonía del periodismo como corporación que defiende sus propios intereses, Walsh es un soplo de viento sureño que viene a despertarnos. Y no porque se busque sacralizarlo sino porque en sus contradicciones se afirma mucho más su coraje y honestidad. Él mismo expresa en el epílogo de 1964 en Operación Masacre una desilusión por lo que consideraba su oficio y por las instituciones, los miedos y la búsqueda de sentido que atraviesan todo su accionar. Se cuestiona, se revisa y, si es necesario, se retracta. Actitud poco común en este oficio.

Los diferentes crímenes constituyen los hechos narrables y son los puntos de partida que suscitan el interés periodístico. Pero Walsh no se detiene en la simple descripción de un hecho ni en la postura del periodista indignado con la corrupción policial o sindical. Su escritura permite una lectura en clave política e histórica. Recompone los lazos entre el hecho, sus causas y consecuencias, suscitando la crítica hacia el sistema. Esta es otra notable diferencia con el relato periodístico imperante que trata a los hechos como acontecimientos aislados sin denunciar y explicar las condiciones estructurales que les dan forma. Es admirable que el Walsh de Operación Masacre, que no adhería al peronismo, haya sido capaz de retratar tan sencilla y humanamente la lucha del pueblo trabajador que sufría las vejaciones del nuevo régimen golpista. Tener la lucidez de vincular los fusilamientos a una trama mayor: el profundo desprecio hacia el pueblo y el terror a las transformaciones sociales. A partir de allí preguntarse qué significaba ser peronista y encontrar en esa cosmovisión el elemento subversivo que habilitaba el aniquilamiento del movimiento de liberación más grande de la clase trabajadora que luchaba por sus derechos. Walsh abre entonces la posibilidad de una serie histórica acerca de las tragedias que signaron nuestro país, a las cuáles podemos ir a interrogar para comprender qué nos pasa.

Por eso es posible afirmar que en sus obras es patente la tensión entre literatura, periodismo y política. Se aleja de la literatura policial donde no se cuestionan a las instituciones y la resolución del crimen por parte de detectives o fuerzas del orden reestablecen un cierto equilibrio[1]. Walsh inaugura un nuevo género, el del relato testimonial, enmarcado en lo que se conocerá como narrativas de no ficción. Walsh politiza su discurso, se compenetra con la investigación, reelabora el pensamiento crítico y permite así reinventar los imaginarios populares.

El autor se lanza a la investigación con precisión y detalle de los días, horarios, lugares, declaraciones, y descripción de situaciones y personajes. En los tres libros el lenguaje es claro y sencillo, sin perder contundencia. La organización de la información es muy similar: la presentación de hechos y personajes, la investigación, la reconstrucción de los hechos, la evidencia y, por último, las conclusiones parciales y las enseñanzas. Utiliza ampliamente la ironía para dejar sentado su posicionamiento. Le habla a un público amplio al que no considera pasivo y busca llamarlo a la acción. Pero también les habla desde sus páginas a los asesinos y a los encubridores. Para Walsh en sus investigaciones no hay finales concluyentes ni verdades reveladas. Primero porque no cree en tales verdades, su producción no intenta mostrarse como concluyente y está sometida a reelaboraciones y reescrituras. Pero, fundamentalmente, porque aún contando con la evidencia que condena a los culpables las instituciones que debían juzgarlos se mantienen en el silencio y la inacción. Walsh recoge una amplia variedad de testimonios, se entrevista con los implicados, le da la palabra a las víctimas y transcribe literalmente sus dichos. Con esa decisión los habilita a intervenir, les da entidad y retrata su universo, su procedencia social, su cosmovisión. Hay un rico entrecruzamiento de géneros discursivos: el relato policial, la denuncia, la investigación periodística, las historias de vida, el testimonio. Walsh sostiene una ética de la investigación y un rigor informativo que le permite fundamentar con pruebas, planos y testimonios cada uno de sus dichos. 

Otra diferencia con el periodismo hegemónico es el hecho de sentirse insultado ante la violencia, el crimen y la impunidad. Pese a vivir en una época de proscripción y violencia no se victimizó como lo hacen nuestros periodistas coléricos ante la “falta de libertad de expresión” o el “acoso a la prensa independiente”. Se comprometió e investigó para encontrar a los responsables exponiendo su propia vida, cambiando sus hábitos, resignando su tranquilidad. El de Walsh es un modo de concebir al periodismo que mantiene una distancia abismal con el periodismo de escritorio, de cócteles en embajadas y en reuniones con empresarios, de intereses propios o ajenos que hay que defender a través de las pantallas, los micrófonos o el papel. Lejos de todo codeo con los poderosos del sistema, Walsh era conciente que la información y la comunicación implican poder, por eso remó en contra de una maquinaria de impunidad y silencio. Este hombre observó, escuchó, se mezcló entre los oprimidos y así comprendió dónde estaba el poder real que limitaba el poder del pueblo y de las instituciones. La lucha valerosa de la resistencia peronista, el drama del sindicalismo bajo la conducción entreguista del vandorismo, el asesinato de un abogado mimado por la oligarquía que lo mata para quedarse con La Razón. Todos tienen puntos de conexión. La misma cara genocida pero con diferentes nombres se le presentará a Felipe Vallese, al negrito Floreal Avellaneda, al padre Mugica y al propio Rodolfo Walsh. En este sentido, el agregado de la “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar” en el libro Operación Masacre es una pieza clave para entender la comprensión que Rodolfo Walsh tenía sobre el tiempo que le tocaba vivir.

Al leer Caso Satanowsky viene a la mente un paralelismo entre la metodología del general Cuaranta, encargado de la SIDE, quien quiso expropiar el diario La Razón de Peralta Ramos, con la utilizada por Videla junto a los jerarcas de los diarios Clarín y La Nación para apropiarse de Papel Prensa. En ambos casos los mecanismos son la extorsión, la violencia y la complicidad con dictaduras asesinas. Pero también coinciden los móviles: engrosar el sistema de medios concentrados para gozar de los privilegios de ser los dueños de la palabra que circula masivamente y, en el caso de Clarín y La Nación, de papel barato en desmedro de sus competidores. Frente a estos mecanismos, el pueblo despojado de la comunicación como derecho, sufrió la imposición de imaginarios sociales que poco tenían que ver con sus problemáticas y necesidades. Al contrario, aniquilaban la búsqueda de la verdad y la transformación social relegando a las grandes mayorías como simples receptores de un mensaje de exclusión. 

La experiencia de Walsh nos demuestra que los gobiernos pasan, pero los aparatos de control de información permanecen intactos en su rol de ocultamiento. Por hay que celebrar que la sociedad Argentina haya discutido y siga discutiendo en democracia el rol de nuestros medios de comunicación y que en octubre de 2009 se haya sancionado la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Un desafío, sin dudas, que nos involucra a todos y necesita nuestro compromiso para su plena aplicación.

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