La problemática de la Modernidad
Ilustración, Romanticismo, hombre moderno y ciudad.
“La modernidad es eso: liberación de fuerzas creativas y también liberación de fuerzas destructivas” Ricardo Forster.
“El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona” Holderlin.
Interrogarnos sobre la modernidad es interrogarnos sobre nuestro presente y sobre nosotros mismos como protagonistas de ese tiempo. El siglo XVIII es la cuna del proyecto de la Ilustración cuya potencia permitió construir una nueva problemática de la subjetividad en la historia. El llamado Siglo de las Luces comporta el quiebre con un mundo de verdades absolutas e incuestionables, un orden rígido y jerárquico de lo social, un Dios organizador y rector de la vida. La Revolución Francesa de 1789 constituye el hito que abre las puertas al nuevo mundo donde la historia pasa a ser construcción de los hombres a través de sus proyectos y sus utopías: Progreso, Libertad, Igualdad, Fraternidad. Pero esa profunda revolución que trastoca la sensibilidad humana y se expande al resto del mundo nos hizo también partícipes de la enorme desilusión y el desencanto de la vida. Porque la razón moderna conjugó la expansión burguesa y el régimen capitalista hasta transformarse en una razón conquistadora. Esa Ilustración se traiciona a sí misma cuando es exaltación del yo racional tratando de dar cuenta de lo que debe ser el mundo. Racionalización y desacralización del mundo. Desencantamiento de la naturaleza al dinamitar los límites puestos al conocimiento. Hombre en tanto razón, conocimiento en tanto utilidad y dominio de la naturaleza. Nicolás Casullo dijo al referirse a la Ilustración: “Ahora sólo es la razón, fuerza suprema de la nueva subjetividad histórica, el camino hacia la verdad, hacia la certeza y el porqué de lo histórico.”
El Romanticismo que funda la conciencia romántica de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, forma parte de la crítica a la Ilustración desde la sensibilidad moderna. Reivindica a ese “yo” como centro de la cultura y del mundo pero lo puebla de mito, de sueño, de nocturnidad, de amor, de violencia, de tragedia. Está en conflicto con la exaltación de la pura razón como camino de la verdad, con la ciencia que excluye con su método las zonas oscuras, oníricas, irracionales y contradictorias que forman parte del ser, que se desentienden de la pasión, la sensación, la magia y la incertidumbre. Los románticos, creen que el arte y la poesía nos manifiestan una verdad. El yo racional se contrapone al yo-trágico-heroico-romántico enemigo del carácter homogeneizador del lenguaje científico-matemático.
Para el escritor Rafael Argullol la gran edad de la razón ha creado la angustia de la razón que “cuanto más conoce más acrecienta la nada”. El hombre se empequeñece al someter a la naturaleza, al destruir científicamente lo mágico, lo poético. El hombre romántico recupera la idea renacentista de unidad entre conocimiento y enigma y comprende así la verdadera dimensión de su poder, pero también de su soledad e impotencia. El romántico busca conocer la naturaleza sin vejarla, no son anticientíficos sino que buscan reorientar la relación entre ciencia y poesía. El autor hace referencia a que la Razón romántica se opone a la concepción del conocimiento como poder para postularlo como sabiduría y de esta manera resistir el “dominio intelectual totalitario” hacia la naturaleza y el hombre. Para los románticos la separación entre ciencia y vida convierte a la primera en la ciencia de la muerte. Abominan por ello la escisión del hombre llevada a cabo por la ciencia y por la organización de la sociedad capitalista que, a través de instancias supraindividuales como el Estado, quiebran las relaciones de identidad y sumergen al sujeto en el anonimato. Los románticos sienten así toda la angustia de su fragilidad porque en el conocimiento como sabiduría también reconocen su destino trágico en un mundo inclinado hacia la razón instrumental que signa “el espíritu de época”.
Por otra parte, Schenk también apunta a que el romanticismo crítica al racionalismo ilustrado porque “una parte esencial de la naturaleza humana estaba siendo descuidada”. Ejemplifica el irracionalismo de los románticos en una frase de Charles Nodier: “Los sueños son las cosas más dulces y quizás más ciertas de la vida.” El continuo avance positivo de la humanidad y de la historia hacia el progreso es puesto en cuestión por el autor al citar las guerras mundiales, las experiencias totalitarias y los campos de exterminio; es decir, que al optimismo ilustrado presente en Kant le opone el desencanto que los románticos ya habían experimentado en Francia cuando la revolución se volvió contra sus propios principios libertarios (citando a Rousseau como un precursor de esta corriente al cuestionar que el aumento de conocimientos conllevaría mayor felicidad). Schenk también opone el carácter uniforme y homogeneizador de la razón ilustrada (el “Estado Universal” de Napoleón), a la singularidad y peculiaridad (tanto en los sujetos como en las unidades nacionales, pero también en el arte) que exaltaban los románticos. Relatividad estética de los románticos versus belleza absoluta de los cánones clásicos. La visión de la ciudad como desiertos humanos, las nuevas urbes industriales que emanaban una fealdad que hería el sentido de belleza romántico. La reducción del hombre a un engranaje de máquina, condenando al sistema que separaba economía de política y ética. El autor destaca que la nostalgia romántica por el pasado medieval puede indicarse por la contraposición del nuevo poder centralizado y la diversidad de poderes intermedios durante el feudalismo; nostalgia explicada en la inestabilidad política que llevaba a los románticos a ver con buenos ojos la necesidad de una cierta jerarquización social. Pero también esta nostalgia estaba influida por el hecho de que los románticos vieran como pérdida irreparable que el hombre moderno se aparte de la seguridad espiritual que le brindaba el cristianismo como gran lazo social.
Charles Baudelaire (1821-1867), considerado poeta maldito de la modernidad estética, vivió en carne propia las convulsiones de un duro tiempo de transición. Un flaneur, observador anónimo flotando sobre esa ciudad a la que acaricia como una amante. Fue testigo de las banderas caídas de la Revolución Francesa, de las barricadas de París de 1848 y los embates de la reacción. En su ensayo El pintor de la vida moderna realiza una teorización de lo artístico moderno, define la belleza moderna y se interroga sobre el sujeto y espacio de su tiempo. George Simmel (1858-1918), en su texto Las grandes ciudades y la vida del espíritu, da cuenta de las condiciones que la modernidad imprime sobre el espíritu del hombre de la gran ciudad.
En Baudelaire, el pintor como sujeto moderno se lanza a la búsqueda apasionada de la modernidad, se sumerge en la multitud, en la ciudad que es ese “gran desierto de los hombres” y que representa en los trazos de las galerías de negocios, los cafés, los prostíbulos, las pensiones, los salones, el borracho, la mujerzuela, la mujer galante, la mujer como sacerdotisa, como “bello animal” o “ídolo estúpido y encantador”. Es un pintor de la circunstancia, de la contingencia que, sin embargo, busca extraer de la moda su contenido poético e histórico, lo eterno de lo transitorio. Esto puede explicarse por los aspectos turbios de una época que muestran la imposibilidad de ser objetivizados desde una racionalidad iluminadora. Si bien la modernidad pondera el presente, para el poeta también está habitada por espectros y por “flores del mal”. Lo mismo que el hombre dual de la modernidad (alma y razón), el arte, la belleza moderna están constituidas por un elemento invariable y uno contingente (la época, la moda, la moral). El pintor de la vida moderna es un enamorado de la multitud, un cosmopolita que retrata los arquetipos de su tiempo y es, al mismo tiempo, un arquetipo. Baudelaire lo caracteriza como un “hombre de mundo” o “ciudadano espiritual del universo”, en contraposición al artista como “mente de aldea” o al dandy con su tendencia al hastío, la insensibilidad social y su identidad transformada en obra de arte. Por el contrario, es un hombre-niño que recupera su infancia al ser guiado por la curiosidad de ser un observador apasionado cuyo domicilio es el mundo, que contempla la belleza de la vida y de las capitales, que conjugan lo nuevo con lo viejo donde habita lo fantasmal de la inmensa urbe sin sentimientos.
Charles Baudelaire (1821-1867), considerado poeta maldito de la modernidad estética, vivió en carne propia las convulsiones de un duro tiempo de transición. Un flaneur, observador anónimo flotando sobre esa ciudad a la que acaricia como una amante. Fue testigo de las banderas caídas de la Revolución Francesa, de las barricadas de París de 1848 y los embates de la reacción. En su ensayo El pintor de la vida moderna realiza una teorización de lo artístico moderno, define la belleza moderna y se interroga sobre el sujeto y espacio de su tiempo. George Simmel (1858-1918), en su texto Las grandes ciudades y la vida del espíritu, da cuenta de las condiciones que la modernidad imprime sobre el espíritu del hombre de la gran ciudad.
En Baudelaire, el pintor como sujeto moderno se lanza a la búsqueda apasionada de la modernidad, se sumerge en la multitud, en la ciudad que es ese “gran desierto de los hombres” y que representa en los trazos de las galerías de negocios, los cafés, los prostíbulos, las pensiones, los salones, el borracho, la mujerzuela, la mujer galante, la mujer como sacerdotisa, como “bello animal” o “ídolo estúpido y encantador”. Es un pintor de la circunstancia, de la contingencia que, sin embargo, busca extraer de la moda su contenido poético e histórico, lo eterno de lo transitorio. Esto puede explicarse por los aspectos turbios de una época que muestran la imposibilidad de ser objetivizados desde una racionalidad iluminadora. Si bien la modernidad pondera el presente, para el poeta también está habitada por espectros y por “flores del mal”. Lo mismo que el hombre dual de la modernidad (alma y razón), el arte, la belleza moderna están constituidas por un elemento invariable y uno contingente (la época, la moda, la moral). El pintor de la vida moderna es un enamorado de la multitud, un cosmopolita que retrata los arquetipos de su tiempo y es, al mismo tiempo, un arquetipo. Baudelaire lo caracteriza como un “hombre de mundo” o “ciudadano espiritual del universo”, en contraposición al artista como “mente de aldea” o al dandy con su tendencia al hastío, la insensibilidad social y su identidad transformada en obra de arte. Por el contrario, es un hombre-niño que recupera su infancia al ser guiado por la curiosidad de ser un observador apasionado cuyo domicilio es el mundo, que contempla la belleza de la vida y de las capitales, que conjugan lo nuevo con lo viejo donde habita lo fantasmal de la inmensa urbe sin sentimientos.
En Simmel, por el contrario, el tipo ciudadano se encuentra sometido a tantos estímulos que la intensificación nerviosa de los impulsos altera su capacidad de reacción y los transforma en un ser hastiado. Sería una antítesis del pintor apasionado de Baudelaire, porque triunfa el cálculo objetivizante en las relaciones humanas, la economía monetaria produce un mercado de anónimos, el ritmo impone la “dictadura del reloj” para preservar la unidad del sistema y la racionalidad abstracta actúa en detrimento de la realidad individual en el contacto con los otros. Cuando Simmel contrapone la gran ciudad a la pequeña ciudad de los lazos personales y le atribuye a ésta características de la ciudad antigua, se está refiriendo a que la modernidad destruyó formas de relación y pautas de conducta antiguas que sobreviven con algunas modificaciones o son residuales en ciertos espacios del nuevo tiempo. En el tiempo y ciudad de Simmel pareciera no haber lugar ya para la poesía, ni siquiera para la poesía trágica como último refugio de la sensibilidad. Quizás esto se corresponda con el feroz avance del modelo triunfante capitalista parido luego de las grandes convulsiones occidentales de los siglos XVIII y XIX. De alguna manera, el pintor de Baudelaire siente horror por el hastío y lucha contra la actitud igualadora de la vida moderna. El hastiado de Simmel busca preservarse del caos de la gran y anónima ciudad escudándose con un mecanismo llamado reserva donde la antipatía regula los contacto con los otros creando distancias para no atomizarnos en relaciones infinitas que acabarían con la vida. En Baudelaire hay un intento por separarse de lo natural y buscar la virtud en lo artificial, como un bien que es producto del arte, por eso destaca al ornamento como símbolo de distinción y el deber de la mujer de ser una entidad mágica y sobrenatural que a través del maquillaje logra parecer un ser divino y superior. Es el pensamiento religioso que anida en Baudelaire, en contraposición a las relaciones seculares y mecanizadas del paisaje de Simmel donde lo artificial, la creación del hombre, más que virtud es garantía de un sistema de dimensiones planetarias. La gran ciudad asegura la libertad porque la masificación impide las limitaciones de movimiento de una pequeña ciudad, pero impone asimismo el anonimato y la soledad.
Los debates acerca de la modernidad siguen conmoviendo al mundo de las ideas. En lo personal creo que debemos asumir la contradicción de un proceso histórico con sus claros y oscuros. Ser capaces de retomar los ideales emancipatorios que los poderes económicos decretaron muertos con el neoliberalismo que en nuestra América del Sur se impuso a través del genocidio. En una época donde esos ideales vuelven a tocar carnadura en sus pueblos a través de proyectos políticos y sociales, me parece fundamental volver críticamente sobre estas ideas para pensar nuestro presente y futuro. Por eso quiero finalizar con estas palabras de Nicolás Casullo:
“En nosotros mismos radica lo que vamos a llegar a ser, lo que no vamos a llegar a ser, lo bueno que vamos a conseguir o la catástrofe que vamos a producir en la historia concreta desde el protagonismo de las ideas.”
“En nosotros mismos radica lo que vamos a llegar a ser, lo que no vamos a llegar a ser, lo bueno que vamos a conseguir o la catástrofe que vamos a producir en la historia concreta desde el protagonismo de las ideas.”